Lémur entre las sombras
Semanas de asfixia existencial se habían acumulado y me urgía exponer la piel ahogada ante impresiones distintas, impresiones que me revelaran la belleza. Era domingo, un día en que los espacios públicos están intervenidos por la multitud. Elegí uno de los destinos más demandados: el zoológico de Chapultepec.
En temporadas de mi niñez y alguna de la adolescencia, soñé con fotografiar y grabar la vida salvaje. Muchos años pasé lejos de una cámara; no fue sino hasta la economización de los teléfonos celulares con cámara, que pude captar tal vez en un par de ocasiones, imágenes que me hicieran sentir la brisa de ese añoro pretérito. Ahora, una buena cantidad de años después, he podido comprarme una cámara réflex, y siento que le debo a ese niño una sesión de animales exóticos, de especies salvajes aun estando en cautiverio, porque lo indómito reside en la sangre y no en el encierro.
Llegué. La multitud ya rodeaba a la multitud, todos tratando de mirar durante unos segundos a la especie en turno; se escuchaban los mismos comentarios en cada jaula: bromas sobre las características de aquel animal, observaciones sobre los que no quieren salir y ser vistos, el comentario algo más informado del que vio un documental la semana pasada; se escucha lo mismo que en cualquier otra visita al zoológico, como si los visitantes estuvieran encerrados en un bucle temporal y siempre volvieran ahí a decir las mismas cosas; lo único que me hace rechazar esa hipótesis, es que a diferencia de mi niñez, ahora llevan celulares y toman y se toman fotos con ellos.
Algo he aprendido en mis visitas al zoológico: que los animales no importan, pues el propósito de las visitas no es conocerlos, no nos empuja la voluntad de ir a ver sus ojos, de reflejarnos en sus movimientos, de interpretar su piel; queremos, ante todo, una experiencia distinta, algo que nos haga sentir que salimos, que hicimos algo diferente, y aunque alguna empatía surja al ver a un Lince dando vueltas sin parar tras el cristal, a los 5 segundos se desvanece la impresión, porque no estamos listos para ello, porque esperamos otra cosa, porque hay detrás 20 personas esperando que nos movamos para también llevar su empatía e interés por la vida durante sus correspondientes 5 segundos.
El zoológico no es un vínculo con la vida, es algo que intenta ser un espectáculo y fracasa, porque el espectador que solo quiere ser entretenido no puede aportar mucho, es un pasivo, tal vez, incluso, un negativo.
Yo le tengo un doloroso aprecio al zoológico, por lo que he podido ver en el, por las lágrimas que se me escurrieron al rinoceronte, y porque pude sentir en el aroma de los ciervos algo parecido a un sentido en la vida; pero el zoo está siendo una barrera más que un puente; el aprecio del público tiene que cambiar, y ese cambio debe venir desde el formato de recepción y acercamiento a las jaulas…
Me sentía intimidado por la multitud y por estar sosteniendo una cámara, tratando de ser un niño a mis 26 años; recorrí el zoológico guardando distancia de las aglomeraciones, me resigné a fotografiar a las personas amontonadas tratando de mirar algo, y así estuve un rato hasta que vi el letrero de Lémur.
Con esas dos sílabas, pensamos en un ser peludo, blanquinegro con ojos grandes y muy abiertos; en el lenguaje especializado, un lémur no existe sin otra palabra que lo acompañe en el taxón, un lémur no es un individuo, Lémur es el particular de un género taxonómico.
Los lémures son una bifurcación en el camino de los eones que ha llegado hasta la puerta de los simios; los ancestros de lemuroidea rondaron el mar sobre balsas armadas en los infinitos brazos de la tierra, y alcanzaron la última trinchera de Gondwana, una tierra que ahora conocemos como Madagascar. Aquí, el tiempo y la evolución tomaron su propio ritmo. Los lémures: prosimios; son un espejo cuyo azogue es el curso de 65 millones de años. Antes de ser cualquier simio, antes de tener la cara chata, nos pudimos parecer a ellos.
Al margen de los cambios que sucedían en las grandes placas continentales, los lémures aspiraron el último aliento de Gondwana para continuar y ser algo distinto. En Madagascar no hay simios, no hay felinos ni cánidos, la habitan espíritus que aúllan en las sombras.
El carácter umbrío de estos seres, llegó hasta Carolus Linneo en algún momento de los años 1750, el naturalista escuchó en los aullidos nocturnos de lemuria las voces de los espíritus romanos de la muerte.
Los primeros ojos humanos que se encontraron con un lémur, datan del siglo IV, y ahora yo estoy aquí, en el 2018, deprimido y desilusionado, fracasado, intentando sujetarme de cada hilo de esperanza que aparece; uno de esos hilos ha sido salir a tomar fotos hoy. Romperé con la timidez y me acercaré al cristal para verlos de cerca; ahí están, columpiándose, observando con sus ojos amarillos, amplios y profundos, envolventes hasta robar el aliento. Sujeto mi cámara, quiero guardar un instante de ellos; apunto- disparo. Salió movida.
Vuelvo a apuntar, estoy nervioso y no me estoy fijando en las condiciones de la fotografía. Volví a disparar, y me alejé, me siento abatido. Miro el resultado: la foto es oscura, sombría, predomina el gris, el blanco y el negro. La hice a medio día, y momentos atrás ninguna había salido así.
Debo mencionar que a mi cámara la nombré como el título de un cuento de Howard Phillips Lovecraft: La lámpara de Alhazred. Un artefacto que emitía una luz bajo la que se veía el mundo arcaíco y cosas no toleradas por los ojos humanos.
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