La undécima hora
para Tania Rodríguez Castro
Se acompleja
la Penélope que llevo en mí
cuando me enfrasco en proseguir
un texto tardío,
procrastinado como el aire;
busco terminar una frase
y la duda me asalta:
¿cuántas veces tomar la pluma,
borrarlo todo y recomenzar?
No me desgaja el llanto
cuando emborrono una página,
para que en cinco frases
deshaga todo lo hecho
y tome otra hoja
para postreras batallas.
Si termino ese texto postergado,
¿quizás acabe mi historia,
acepte la pronta viudez del tiempo,
tome mis utensilios
y me vaya con la vida a otra parte?
Ni la tinta morada
que urde esta confesión
me absuelva de mis faenas
bajo una súbita condena:
destejer todo lo hecho
y recomenzar la primera línea.
Al final de la hoja,
resta sólo navegar entre silencios,
enjugar mis lágrimas
y dejar que la estilográfica
susurre sus reclamos
de palabras e itinerarios,
elegía de atardeceres pospuestos,
porque la Penélope que llevo en mí
pide a gritos
el término de su destino,
por una tardía esperanza,
un espejo de palabras.
Mis palabras heredaron la fidelidad,
nutricio legado a salvo de los vientos,
de cuya cuna emergieron
travesías hoy vividas
en la undécima hora del nacimiento,
donde mi llanto se tornó fe de vida.
La undécima hora ha llegado
y la Penélope que llevo en mí
no desdeña su destino
y borronea sus pasos en el papel,
cuidadosa de no tropezar
con otra duda que le inquiete.
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