El canto del gallo
(Adaptación de los cuentos: La niña de los fósforos de Andersen y Cuento de Navidad de Dickens).
"Rojo amanecer en el bosque" para el cuento: "El canto del gallo".
Ilustradora: Sofía E. Barranco Arellano.
Después de haber recorrido, una y otra vez, durante todo el día, las calles de la metrópoli y cansada de las miradas, que cruelmente la juzgaban, unas veces con lástima y otras veces con asco, la niña de los fósforos decidió internarse en el espeso bosque. Comenzaba a oscurecer y pensó que ahí podría refugiarse, protegerse del frío y con suerte, mitigar su hambre.
Mientras caminaba, titiritando de frío y de miedo, arrastrando sus pies descalzos en la hojarasca húmeda y provocando el crujir de las ramas, que sus diminutos pies alcanzaban, un tintineo constante llamó su atención. De lejos pudo observar a aquel hombre detrás de ese enorme escritorio. Parecía un escritorio muy fino, incrustadas en la parte de en frente, se alcanzaban a leer unas iniciales doradas: S&M. Aquel era un hombre gordo, muy gordo; feo, muy feo. El vaivén de la débil llama, de la diminuta vela, apenas dejaban ver extrañas sombras sobre su rostro. Parecía hipnotizado por el brillo de las monedas, mismas que, sin prestar atención, muy a prisa contaba, como temeroso de que alguien de pronto apareciera y se las robara.
Con precaución logró acercarse sin que aquel señor pudiera notar su presencia.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la niña, temblando de frío y aferrándose a su cajita de fósforos, como si en ella encontrara el calor que tanto había buscado.
Sin levantar la vista y sin dejar de contar sus monedas, el hombre respondió con su voz raspante:
—Scrooge, soy un excelente hombre de negocios.
—¿Todas esas monedas son tuyas? —expresó la niña con asombro.
—Mías y de nadie más —contestó de manera tajante, Scrooge.
—¿Me compras una caja de fósforos? —preguntó la niña.
—No. No es buena idea invertir en ellos —respondió Scrooge, muy concentrado en sus cuentas.
—¿Sabes?, no he comido nada en todo el día, tengo frío y estoy muy cansada. ¿Podrías regalarme tan solo una de tus monedas?
—¿Regalarte una de mis monedas? —Dijo muy alterado, Scrooge—. Eso ni pensarlo. Regalar mi dinero sería una verdadera locura. Busca una institución que te asista. ¡La Iglesia!, los pobres son bienvenidos allí, sobre todo los niños.
Al decir esto, su rostro parecía iluminado, no por la débil llama de aquella vela, que poco a poco iba muriendo, sino por la soberbia de su condición. Su mirada, más fría que esa madrugada, era de total desprecio hacia la niña.
—¡Esto es injusto!, tú tienes mucho dinero, yo solo te pido una moneda para poder comer. Anduve todo el día sin poder vender una sola cajita de fósforos, tengo los pies muy congelados y el estómago adolorido.
—Mi riqueza es fruto del trabajo, tú eres pobre porque quieres. ¿Y me hablas de justicia? ¿Justicia? Tu idea de justicia se basa en la envidia y en el resentimiento. La justicia se da entre iguales, niña, y por fortuna, hay unos más iguales que otros. No te olvides que Dios mismo ha querido que entre los hombres unos fuesen señores y otros siervos y a ti, niña, te ha tocado ser siervo, eres una cosa que puede ser explotada. Pero no sientas pena, recuerda: ¡“Los últimos serán los primeros”! Y ya, no me quites más el tiempo, que para mí es oro.
Al ver que su esfuerzo sería en vano, se fue alejando lentamente de aquel lugar, volteando en algunas ocasiones como tratando de comprender el egoísmo y la avaricia de aquel señor de negocios. Mientras caminaba, decidió levantar leña suelta del bosque y con esta hacer una fogata para atenuar el frío de la madrugada.
Sus manitas temblorosas, con dificultad sostenían las ramas aún verdes y húmedas.
Scrooge, al no escuchar más aquella tembleque vocecita, dejó sus cuentas y levantó la cabeza, su mirada era un espejo de la crudeza de aquel frío invernal.
—Pero, ¿qué haces? —exclamó sorprendido y molesto—. ¡Pequeña ladrona, te estás robando mi leña!
—No, no me estoy robando nada, señor —respondió la niña, más temerosa que molesta por la acusación—. Las ramas están en el suelo, solo las estoy levantando para hacer una fogata y poder descansar. He caminado todo el día, traigo los pies amoratados y el estómago adolorido, solo quiero descansar.
—Eres una descarada, como todos los de tu clase. Este es mi bosque, estos son mis árboles y por lo tanto es mi leña —respondió Scrooge, con los ojos enrojecidos y la respiración agitada. Tuvo que hacer una pausa. La papada que casi tocaba el pecho había desaparecido al erguir su postura.
—No es tu leña, tú no la cortaste y no te estoy robando —respondió furiosa, la niña.
Mientras acomodada en su bracito izquierdo las ramas que levantaba con la mano derecha. En ella el semblante también había cambiado, no era la niña tímida y temerosa que se había acercado a Scrooge a pedir ayuda.
—¡Ladrona y descarada! —. Insistió furioso, Scrooge—. Llamaré a los policías para que me hagan justicia, ellos vendrán a ponerte en tu lugar y te darán una lección que no olvidarás.
La niña se llenó de pánico por los “perros guardines” como llamaban a los policías, sintió deseos de salir huyendo. Sintió temor de esos “perros” que se paseaban orgullosos en las calles de la ciudad, con sus botas brillantes y el duro tolete que hacían girar hábilmente con la mano. Hace tiempo había sido golpeada por vender fósforos en la plaza principal de la ciudad, los inspectores le quitaron sus cajitas y la sacaron de ahí: “Da muy mal aspecto”, mencionaron. Malditos perros, pensó para sus adentros.
—Eres un hombre cruel y miserable, aun más miserable que yo —dijo con tono de burla.
Scrooge soltó una estruendosa carcajada. Algunas aves que se refugiaban en las copas de los árboles emprendieron el vuelo al escucharla.
—Si quieres dinero, trabaja en alguna de mis fábricas y hazte rica.
—Me da lo mismo morir en la inanición que trabajando en tu fábrica —contestó la niña de manera violenta. En sus ojos se podía notar la rabia y el orgullo de su respuesta.
—Eso es lo que son, ¡holgazanes! Y será preferible verte morir, así serán menos —respondió iracundo, Scrooge.
No muy lejano, se alcanzaron a escuchar los primeros ladridos de perros y el canto del gallo, los primeros rayos del sol podían percibirse entre el espeso bosque, para la niña, eran como aquellos cálidos abrazos que de muy pequeña recibía de su abuelita. De entre la espesura del bosque, salieron otros niños que se posaron frente al gigantesco escritorio de Scrooge. Entre ellos, algunos llevaban cajas de fósforos, cajitas para bolear zapatos, otros más portaban orgullosos el machete, el martillo y la segadera.
—Al parecer no sabías que somos muchos en este bosque —expresó la niña, mientras encendía uno de sus fósforos.
Scrooge tartamudeó, miraba desesperado a todos lados como esperando ayuda de sus “perros guardianes”, mientras se aferraba a todas las monedas que alcanzaba a abrazar.
Los niños, tomados de las manos, empezaron a rodear lentamente el escritorio. Algunas monedas cayeron al suelo, mientras Scrooge, temeroso intentaba salir de ahí.
Los rayos del sol lograron penetrar completamente el bosque, aquellos macilentos cuerpos pudieron calentarse dulcemente. El rostro de la niña de los fósforos parecía iluminarse mientras escuchaba, muy de cerca, el estruendoso canto del gallo.
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