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Anónimo

Crisis


Tengo la boca seca, siento cómo las lágrimas no pueden dejar de rodar por eso, que alguna vez llamaron “cachetes”. Tengo miedo, mucho miedo. Nunca había sentido tanto dolor, tanta rabia, tanta confusión; jamás me había sentido tan desdichada y a la vez, con tanta suerte. Los médicos me han diag- nosticado ya: trastorno depresivo. Los demás a mi al-rededor simplemente me llaman “loca”.

No entienden, no saben qué pasó; sólo me ven deambulando de un lado a otro, caminando en cír- culos por el patio de la casa, despertando a toda la familia en medio de las noches, gritando que ya basta.

¿Basta de qué?

Comienzo a sentir dolor en cuanto cierro los ojos y nos veo, nos veo caminando tomados de la mano, jugando como dos críos a los tres años de edad, rien- do como si el México en que vivimos no estuviera tan mal, disfrutando de la vida como si las nuestras fueran perfectas. Y sí lo eran. Eran perfectas mientras duraban los besos, durante las pláticas que podían ir desde política hasta sobre cosas tan insignificantes como el olor de nuestro nuevo shampoo.

Ahí estábamos: dos compañeros más en una toma universitaria, en una marcha de estudiantes, en una protesta social o discutiendo en el salón de cla- ses. Sí, ahí estábamos tú y yo, soñando con cambiar al mundo, diciendo que ni tú ni yo cometeríamos las mismas tonterías que nuestras familias. Sí, ahí está- bamos. Besándonos en medio de un recién desaloja- do campamento de maestros y diciéndonos el uno al otro que seguir con nuestros ideales era lo mejor; que no podíamos hacer otra cosa que gritar “¡ya basta!” ante la injusticia que existe en nuestro país.

Los días pasaron: poco a poco la magia fue dilu- yéndose ante los problemas de la realidad. La psicó- loga y el psiquiatra dicen que se trata de crecer y de “cerrar ciclos”. Se ha terminado uno, se ha terminado la Universidad y hoy me encuentro como cientos de jóvenes salidos de las aulas cada año, preguntándome qué demonios hacer.

Aquí estoy yo, con la mitad de mi vida en paz y con la otra aún diluyéndose, ubicándose en el lugar correcto para poder seguir. No, aún no puedo cerrar los ojos sin pensar en la próxima foto en la cual te veré feliz con alguien que no soy yo.

¡Basta! ¡Son las dos de la mañana! ¡Basta! ¡Quie- ro dormir, quiero sentir que mañana la vida tiene un nuevo sentido! ¡Quiero sonreír por cualquier tontería, como cuando estabas tú!

Todos me dicen que es cuestión de crecer; de de- jar pasar la vida: dejar ir a las personas que no van a estar para nosotros y tal parece que no se dan cuenta que tú y yo éramos más que dos jóvenes soñando a ser una familia; que no intento dejar ir a un compa- ñero sino a un pedazo de mi corazón: te has quedado con el perro y con la mitad de mi vida.

Hoy he amanecido mejor. Esta mañana la vida parece seguir su cauce; parece que nunca salí de casa; que nunca estudié la universidad; que nunca volví la mirada hacia esa estación de autobuses para ver si llegarías en cualquiera de esos camiones, me pedirías perdón y volveríamos a ser ese par de críos.

Hoy todo parece igual que hace seis años: el PRI se ha robado otra elección; las mismas familias go- biernan el estado; los maestros siguen luchando y los ciudadanos se siguen quejando ante cada alza, pero critican a la vez cada uno de los actos de manifesta- ción en esta ciudad que cada día más siente los emba- tes de las pugnas políticas. Hoy parece que son sólo sueños de una vida pasada; que los medicamentos funcionan tan bien que hasta le sonrío a la vecina que hipócritamente me saluda cada mañana.

No sé si han dejado de llamarme “loca”. Tal vez los vecinos ya no vean las luces encendidas por las madrugadas: las salidas rápidas del auto de papá en medio de una nueva crisis. Hoy me ven caminando por las calles, yendo a trabajar, como si este año se hubiera diluido esa tarde cuando los vecinos me vie- ron subir al auto rumbo a la comunidad donde ahora está mi trabajo.

Sin embargo, los “especialistas” me dicen lo contrario: que debo ir a pasos pequeños pero seguros, mientras mis piernas siguen temblando, sin ningún cambio desde la última crisis cuando mi cuerpo no pudo soportar más dolor emocional y lo transformó en el peor de los dolores que jamás haya experimen- tado físicamente: no podía caminar... Tenía tanto mie- do de pararme; sabía que no podía estar de pie: no sin ti. Sinceramente, cada día me pregunto si mis piernas responderán; si no caeré ante uno nuevo de tus coque- teos e iluminarás mi vida y luego, sin más, caeré en la crisis más profunda al darme cuenta que es otra más de tus inseguridades o de tus confusiones porque hoy hay alguien más.

Respiro. Estoy parada ante una lluvia incesante: puedo ver el cerro más cercano; puedo oler el oxíge- no más puro. Estoy entre montañas, en medio de este fuego cruzado entre la razón y mis sentimientos más profundos. Susurro que te amo; susurro que te extra- ño y el ruido de la lluvia opaca mis palabras.

Desde aquí, aquel libro que mencionó la psicólo- ga en terapia no suena tan emocionante; me explica- ba que en un nuevo texto los “especialistas” estudian las relaciones en medio de este mundo inundado por redes sociales donde te veía feliz cada mañana y mis fuerzas se agotaban sin siquiera haber salido de la cama.

Hoy no tengo internet en casa; mi smartphone no sirve para nada. Lo único que se me ocurre es salir a buscarte la próxima vez que sienta que no puedo más con este amor, que sí me volvió loca, que sí me hizo perder la esperanza. Afortunadamente las montañas nos separan: un abismo hay entre nosotros y no es sólo tu desprecio el que me hace dudar en ir a bus- carte cada vez que mi alma se desgarra al extrañarte. Ahora mismo pienso en lo mucho que he avanza-do; recuerdo que la familia se encuentra mejor; que soy “afortunada” por tener un empleo y por poseer la fuerza suficiente cada día para no buscarte. Segu- ramente habrá días en que sucumba ante este senti- miento y despierte en la madrugada pensando en ti. Los médicos dicen que pronto terminaré por dejarte ir. He pasado de un trastorno depresivo a uno de an- siedad.

Yo me digo que es ansiedad de ti, de no saberte, de no sentirte; de no poder compartir contigo la vida como antes.

Todos me dicen que pronto estaré mejor; que re- cordaré sin dolor; que dejaré de tomar clonazepam(1)... Mis piernas dejarán de sentir dolor; dejaré de tener miedo ante la amenaza de una nueva crisis y volveré a disfrutar de todo aquello que nos unía sin sentirme mal. Dejaré de ver esta lluvia como un momento per- fecto para encerrarnos en una habitación mientras el mundo, afuera, arde en medio de otra declaración de Trump, ante otro ataque terrorista o un fraude más del PRI.Hasta aquí las noticias llegan con retraso; tomo los medicamentos en menor cantidad; el dolor de este corazón no se va, pero es momento de dejarte partir; que te vayas con el viento que acaricia mi cara todas las mañanas cuando subo el empinado camino hacia la escuela para decirle a los estudiantes que puede haber un mundo donde valga la pena vivir, no impor- tando los embates de la vida; no importando las veces que nos rompan el corazón.

(1) Medicamento ansiolítico sedante.

Hoy la ansiedad me ha dejado carcajearme un par de veces; las lágrimas han salido al escribir es- tas páginas y sé que debo sentir miedo porque tendré que volver a verte y será sonriendo de la mano de al- guien más y dolerá, pero esta vez mis piernas no van a colapsar: estaré fuerte, viva, para poder desearte la mayor de las felicidades mientras me retiro para po- der seguir realizando “nuestros sueños” aunque ahora siga sola en el camino.

Hoy sólo una lágrima ha recorrido mi mejilla: te veo feliz y lo soy por ti. Yo, por mi parte, sigo aquí tratando de demostrarme que valió la pena soñar.

 


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