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Andrea González Williamson

Macondo: espejo de nuestra modernidad barroca


Me atrevo a afirmar que, si quien está leyendo estas líneas nació y vive en América Latina, alguna vez se ha preguntado por qué somos como somos. Y creo que ha sido una pregunta, a veces, en un tono jocoso o, casi siempre, en uno indignado. Me refiero a esa pregunta que surge en nuestra cotidianidad, ante lo absurda que esta suele ser. ¿Qué nos impide tener un buen sistema jurídico, de salud, de transporte?, ¿qué nos impide ser modernos? Creo que, caminando por cualquier calle, cualquier día, podemos observar que, a lo mejor, somos modernos a la Antigua. Es decir, la modernidad latinoamericana tiene la particularidad de estar desarrollándose, como otros procesos de la región, desde el mestizaje: la sociedad moderna se conjuga con las culturas de las comunidades antiguas.

Ni yo, ni usted, que me está leyendo, hemos sido los primeros en hacernos esa pregunta. Ya Bolívar Echeverría, por ejemplo, aventuró una explicación. Este autor argumenta que nuestra modernidad es barroca, en la medida que trasciende los efectos de la contradicción capitalista por excelencia, a saber, aquella entre el valor de uso y el valor mercantil de la vida.

La latinoamericana es, entonces, una identidad moderna que ha tratado de inventar estrategias para solucionar esa contradicción. De la mano de la propuesta de Echeverría, va la imaginación de Gabriel García Márquez, quien encontró diversas formas de narrar nuestras vicisitudes en la modernidad. Cien Años de Soledad, por ejemplo, expresa nuestro devenir moderno, entre otros, a través de las transformaciones de Macondo.

El desarrollo del progreso moderno en este espacio da cuenta de que, aunque nos inventamos modernos, en realidad no lo somos; hemos intentado resistirnos a ser completamente modernos, preservando tintes mágicos y comunitarios en nuestras maneras de relacionarnos entre nosotros y con el mundo. Es decir –siguiendo a Bolívar Echeverría-, Macondo se configura desde una modernidad barroca. Mas, ¿sobrevive?

Al principio de la novela, Macondo es una aldea feliz, “de veinte casas de barro y cañabrava, construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas”[1], en donde sus 300 habitantes tienen la misma calidad de vida y un pájaro en casa, gracias a José Arcadio Buendía. Los primeros aires de progreso los llevaron los gitanos de la tribu de Melquíades, quienes ofrecían su mercancía en función de su utilidad a la vida de los hombres[2]; para los habitantes de Macondo, más que elementos de desarrollo para la aldea, los productos de los gitanos eran mágicos, y desempeñaban un papel de asombro y entretención. Es decir, desde el principio vemos cómo el progreso moderno que llega a Macondo está cargado de misticismo.

 

[1] García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Diana, México, D.F., México, 2015. p. 7.

[2] Ibid., p. 38.

 

Cuando Úrsula vuelve a la aldea, después de haberse perdido buscando a los gitanos, trae consigo a los hombres y mujeres del otro lado de la ciénaga, “quienes recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar”[3]. La llegada de estos foráneos transforma a Macondo en un “pueblo activo”[4], en el que irrumpen diversos artefactos modernos, como los relojes musicales, que sustituyen a los pájaros que, con sus cantos, alegraban el tiempo de cada casa[5]. Ahora, no sólo comienzan a instalarse las creaciones físicas de la modernidad, sino también las invenciones sociales modernas. Las instituciones estatales hacen su entrada al pueblo con el corregidor, cuyas órdenes de implantar el orden escrito en un papel, son rápidamente transgredidas por las acciones de José Arcadio. Macondo no se regiría por las leyes modernas de la sociedad, pues su organización social era comunitaria.

 

[3] Ibid., p. 44.

[4] Ibid., p. 46.

[5] Ibid., p. 47.

 

Ni siquiera cuando uno de los Buendía intentó hacerse con el poder absoluto (que, en el sentido de dictadura, es la contradicción propia de la democracia moderna), logró romper con las formas en las que Macondo estaba organizada. Durante la guerra, Arcadio, abusando del poder que le delegó Aureliano, había comenzado a instaurar un régimen de terror. Cuando estaba llegando al límite, Úrsula irrumpe en el patio del cuartel y arremete contra Arcadio a punta de vergajazos. Después de la reprimenda, restituye la cotidianidad en Macondo. Durante la guerra, Macondo es erigido municipio gracias al corregidor, un coronel conservador, quien –para seguir sumado paradojas- se consideraba anti guerrerista.

El siguiente gran cambio que vive el ahora municipio, es la llegada de la compañía bananera estadounidense. Antes de que esto sucediera, Macondo ya tenía electricidad, su primera fábrica, ferrocarril y teatro. Pero la instalación de las casas con techo de zinc, habitadas por forasteros autoritarios y cuidadas por sicarios con machetes[6], serían el golpe del progreso del cual Macondo no podría recuperarse; durante la masacre de las bananeras, José Arcadio Segundo alcanzó a poner en el suelo al niño que llevaba en los hombros, “antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.”[7]

 

[6] Ibid., p. 251.

[7] Ibid., p. 230.

 

Entonces llovió por cuatro años y, cuando escampó, quienes habían sobrevivido a la catástrofe natural salieron a recibir los primeros soles y “en el fondo de sus corazones parecían satisfechos de haber recuperado el pueblo en que nacieron.”[8]. Tanto parecía que eran los de antes, que hasta los gitanos volvieron. Pero ya no eran los mismos: el hermetismo y aislamiento de Macondo ya no escondía magia en sus habitantes, sino miseria. Al punto de que, cuando Amaranta Úrsula intenta repoblar el cielo de Macondo con veinticinco parejas de canarios, estos se fugan del pueblo una vez habían sido puestos en libertad[9].

 

[8] Ibid., p. 345.

[9] Ibid., p. 393.

 

Macondo ya no era lo mismo: los pájaros, que junto a hombres y mujeres habían sido los primeros pobladores, ya no encontraban en esa tierra un hogar.

Los cambios modernos que vive Macondo son impulsados desde afuera: los gitanos provienen de tierras lejanas, la comunicación viene de la ciénaga, el corregidor es del interior, la guerra arrancó en otra parte… Pero del único impulso externo que no se recuperan las formas de relacionamiento mágicas y comunitarias de Macondo, es de la violencia provocada por la compañía bananera.

Lo que busca la modernidad barroca (y, entonces, Macondo) es reconstruir en la imaginación “la concreción de la vida y de sus valores de uso, destruida por su subordinación al capital”[10]; la miseria en la que queda sumido el pueblo parece ser la pérdida de la imaginación macondiana ante el capital extranjero. Sin embargo, Cien Años de Soledad es una obra de la imaginación especulativa, que recoge lo barroco de nuestra modernidad, haciéndole frente a la subordinación al capital. Entonces, ¿qué nos estaba queriendo decir Gabo?

 

[10] Echeverría, Bolívar. Modernidad en América Latina. en Vuelta de Siglo, Editorial Era, México, 2006. P. 112.

 

 

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