Relato de "El Institucional" (¿A dónde van los dinosaurios?)
A mis compañeros de generación, con cariño.
Nací en marzo de 1929. Mi padre Plutarco. Mi madre, la revolución. Se habla mucho de mí, de mis aciertos y errores.
Plutarco, mi padre, el jefe máximo, me concibió como un aparato de control político. La idea de agrupar a los sectores y actores que reclamaban su mochada de lo que mi madre les había prometido, fue lo que dio origen a un sinfín de acontecimientos posteriores.
Mi madre me entregó a los cuidados de mi padre, no por gusto, sino por necesidad. Mi padre se sentía orgulloso al presentarme como populista, como revolucionario, como nacionalista. Pero el verdadero orgullo de mi padre era el haberme formado a su imagen y semejanza.
Los años pasaban, y mi padre ejercía un control pleno sobre mi vida y decisiones. Hasta que llegó el día en que mi padre cedió ante el encanto de un joven, un muchacho de toda su confianza. Aquel chamaco, como mi padre solía llamarle, había luchado a lado de mi padre en aquella guerra que los hizo héroes.
Lázaro era el nombre de aquel muchacho. Era un tipo reservado, adusto. Lázaro no era como Abelardo, mucho menos como el Sr. Vasconcelos, ese que le había dado tantos corajes a mi padre. Mi padre siempre desconfiado, siempre previsor, confió mi tutela a aquel muchacho.
Mi padre era un hombre de carne y hueso, con aciertos y errores; un hombre que, a pesar de sus constantes crisis y recaídas en el alcohol, supo guiarme hasta donde sus fuerzas le dieron. Al sentirse enfermo, encargó mi cuidado a Lázaro.
Lázaro me presentó a mucha gente nueva, me llevó a conocer lugares recónditos, me impulsó a sentirme orgulloso de ser mexicano. Encontré ciertas similitudes entre Lázaro y mi padre. Mientras a mi padre le decían Jefe Máximo, a Lázaro le llamaban "Tata". Lázaro invitó a muchos sectores a acercarse a mí, pues, yo les decía, era el camino. De igual manera, evitó que los militares siguiesen formando parte de mi grupo íntimo.
Lázaro no podía estar por siempre a mi lado, así que cuando tuvo que dejarme al cuidado de alguien, prefirió ir a la segura y encargarme con el señor Manuel. Manuel fue amable, pero poco significativo en mi experiencia. Caso contrario a Miguel. Miguel era un hombre ambicioso (de más quizá). Miguel, el de la gran sonrisa, el licenciado, me aconsejó renovarme. “Los tiempos cambian”, me dijo. “Ya no debes esconderte bajo las faldas de tu madre (la revolución). Te propongo que muestres tu madurez y hagamos de cuenta que tu mamá cumplió con su parte y nos ha dado lo mejor si para que tú te hicieras un hombrecito, un hombre a toda ley, institucional”.
Desde entonces ese fue mi apodo, "El Institucional". Han sido 90 años de una vida bien vivida. Después de que Miguel—que sería conocido después como el ratón Miguelito—me pusiera el apodo “ El Institucional", las cosas no variaron mucho, aunque hubo de todo.
Desde los dos Adolfos, uno rústico y encanecido, el otro jovial y bien parecido; hasta tipos como Gustavo, que con sus excesos y sus tropiezos me llevó al principio de una enfermedad que poco a poco me fue matando. Luis, un tanto más carismático que Gustavo, trató de recetarme un buen medicamento, regresándome un poco a los aires populistas. Me sentí un poco mejor. Incluso me sentía como en mis mejores tiempos, donde, entre murmullos, me decían "hegemónico", "predominante".
Pero fue en esa época cuando Don Jesús habló con Luis y le dijo que mi comportamiento, mis maneras y mis formas, estaban molestando a muchos y que se nos estaba por venir encima un punto de quiebre que no sería fácil de superar.
Luis escuchó a Don Jesús y permitió que hubiese más participantes en un juego que antes era mío. Por lo menos, en apariencia.
Después de Luis, llegó Jolopo. Un buen tipo, pero sin la experiencia necesaria para sacarme a flote. Jolopo gustaba de retratarse constantemente, de tener el sentimiento a flor de piel. Un pequeño hombre con credenciales—adquiridas quién sabe cómo—de superhombre. Sus errores forzaron la llegada de otro Miguel. A diferencia del ratón Miguelito, Miguel era un hombre de nuevas formas. Me habló de frente y me dijo que yo ya no era un jovencito, que mis formas ya no gustaban, que debía, de nuevo, renovarme o morir. Y así lo hice.
Me llené de tecnócratas, los cuales me hicieron cirugía mayor.
Estas cosas no gustaron a Cuauhtémoc (hijo de Lázaro) ni a Porfirio, así que comenzaron a protestar por la transformación que trataban de darme los tecnócratas, con el aval de Miguel. De entre todos esos tecnócratas sobresalía Carlos. Un muchacho bastante inteligente, pero poco prudente y falto de gracia.
Un buen día Miguel llamó a mi presencia a Carlos y le dijo que él sería el encargado de mi cirugía a corazón abierto. “Lo ponemos en tus manos, Carlos”, le dijo. Cuauhtémoc y Porfirio entraron en cólera y protestaron. Cómo era posible que la herencia de mi madre, o sea yo, se pusiera en las manos de un joven imberbe.
Todo pasó tan rápido que nadie se dio cuenta de lo que había sucedido.
De pronto Cuauhtémoc se había ido, y buscaba tener un hijo al igual que lo hizo mi padre. Incluso, buscó que la madre de su hijo tuviese los mismos rasgos que mi madre. La revolución democrática, se llamaba.
Carlos fue impecable en la cirugía a corazón abierto. Todo volvió a funcionar como debía. El joven imberbe conocía de palmo a palmo la forma en que funcionaba mi maquinaria. Eso lo hizo mantenerse con buena aceptación.
Aunque había pequeños avisos de lo crónico de mi enfermedad, nadie le tomó en cuenta. Rufo, triunfo en el norte con los azules. Esos mochos jodones. Pero, Carlos siguió con las cirugías, estéticas en su mayoría.
Cuando el tiempo de Carlos hubo terminado, sucedió lo inesperado. En el sur, se levantó Marcos y en el norte, cayó Donaldo. Donaldo era la esperanza de Carlos. Era quien continuaría el tratamiento para tratar de prolongar mi vida, pero cayó. Su misteriosa caída parece ser más a causa de los espíritus de la revolución, que un descuido o negligencia de Carlos.
En fin. Ante la caída de Donaldo, Carlos se vio atado de manos y terminó por decidirse por Ernesto. Ernesto llegó sólo para darse cuenta de lo grave de mi enfermedad. Muchos le califican de demócrata, pero a mí me parece más un resignado.
Lo crónico de mi enfermedad hizo que Ernesto me dejara vivir mis últimos años en paz. Me recetó descansar. Algo que no había hecho en setenta años. Y así lo hice. En mi ausencia, mi lugar fue ocupado por gente de los azules persignados. Vicente y Felipe de Jesús llegaron sin pena ni gloria. Vicente la tuvo fácil. Felipe de Jesús no tanto. Apareció en escena Andrés. Un antiguo partidario mío, que se había unido al hijo de Cuauhtémoc y había tomado notoriedad en los últimos años.
Andrés era descalificado llamándolo populista, nacionalista extremo, etc. Todos ellos adjetivos que enorgullecían a mi padre en mis primeros años. Felipe de Jesús sufría de los mismos males que mi padre. Su camino fue tortuoso. Mi descanso de 12 años se terminó cuando Enrique se acercó a mí. Había sido enviado por su tío Arturo, uno de mis más cercanos colaboradores. Enrique atrajo mi atención con su jovialidad, con su disposición. Me sentí como cuando conocí al primer Miguel, al ratón Miguelito.
Y tristemente, todo pasó igual...
Todo empeoró. Mi enfermedad y la falta de un tratamiento efectivo agudizaron mi agonía. Envejecí, y las cirugías que me mantenían con vida comenzaron a mostrar sus consecuencias. Todo se le fue de las manos a Enrique. Mientras tanto, Andrés, que había operado desde las sombras, emuló a mi padre y creó un aparato de control político, cuyos sectores y actores le dieron la razón.
Ahora estoy viejo. Casi ya no veo (el futuro es turbio), casi ya no escucho (a palabras necias...). Estoy en las manos de Andrés. Es tan parecido a mi padre. Finge ser un enamorado de mi madre.
Ayer me lo encontré y me dijo:
—¿Sabes a dónde van los dinosaurios?
Yo le sonreí y entendí su referencia. Soy un cuerpo que está viviendo de más. Lo fui todo y, hoy, el futuro es incierto.