En el viaje con Sergio Pitol
Una tarde del año 2001, el intelectual Rafael Bravo Meza, conocido por la comunidad cultural porteña como “El Niño Bethoveniano”, me abordó para platicar como cualquier otro día.
Caminábamos por los pasillos del IVEC, se trataba de un hombre letrado, conocedor del teatro, literatura y música, era un personaje peculiar: espontáneo, despeinado, con libros bajo el brazo y maletín en mano.
Para entonces habían pasado tres años de aquella fecha, cuando un servidor se estrenaba como reportero de la fuente cultural para el periódico Sur, hoy Imagen de Veracruz.
Aquél personaje era como una biblioteca ambulante a quien a veces - al oído- le preguntaba de tal o cual tema que desconocía, amable me respondía justo y preciso. Bravo Meza, ese día me solicitó un favor, nunca antes lo había pedido, entrevistar a un amigo suyo, nunca me dijo quién era; lo tomé a la ligera y le dije que sí.
Al siguiente día llegué puntual a la cita, ellos ya estaban ahí en el café de un conocido hotel de la zona del malecón. Reconocí la mesa donde estaban al ver a Rafael, pero su amigo estaba de espaldas hacia mí, me aproximé de prisa.
Y sin ocultar su fascinación por el personaje escuché: “mira, te presento a mi amigo el escritor Sergio Pitol”. Mi semblante se desencajó mientras le daba la mano. No me vi, pero supongo que me puse blanco y comencé a sudar. En ese instante me dominaron los nervios y la mente en blanco.
La primera lección en periodismo es saber a quién vas a entrevistar, quién es y qué ha hecho. Un profesional debe saber casi todo del sujeto a quién va a cuestionar. El conocimiento del otro es lo que te da licencia para preguntar.
Para entonces Pitol era un escritor de gran envergadura, sabía poco de él, lo único que había leído de su pluma era el “Vals de Mefisto”, un autor nacido en 1933 en Puebla, pero radicado en la ciudad de Xalapa desde 1993. En la capital del Estado encontró un refugio lluvioso, frío y de niebla que lo atrapó para quedarse.
Rafael hizo la presentación. Él es Jorge, un amigo periodista, dijo. Para entonces me sentía todo menos periodista y menos reportero. Era un chamaco de más de 20 años, sentado entre dos grandes conocedores de la literatura que citaban autores, obras, técnicas narrativas y las nuevas corrientes literarias.
Eran como las cinco de la tarde. Había un leve viento del norte. Sobre la mesa dos tazas de café. Antes de comenzar se acercó el mesero, pensé pedir agua, pero al final me decidí por el café, que no era de mi agrado pero pensé en no romper el encanto de aquél encuentro.
Saqué de mi bolsa -de esas que se atraviesan en el pecho- un lapicero y una libreta. No podía darme el lujo de usar grabadora, y para esa fecha la tradición de apuntar las respuestas en una hoja estaba por desaparecer, pensé, este personaje no merece una grabadora, merece ser escuchado con atención y llevar sus ideas a la libreta, al final de cuentas él era escritor.
Para entonces quien recibiría el Premio Cervantes 2005, cuatro años después, de manos del Rey Juan Carlos de España, estaba sentado a mi lado izquierdo, con la pierna cruzada; fumaba un cigarrillo mientras esperaba ser entrevistado. Yo era un manojo de nervios porque, sinceramente no me preparé para tal sorpresa.
Mi primer error fue no haber preguntado a quién iba a entrevistar, mi segundo error personal no haber leído más sobre Pitol; pero ya estaba ahí y no había marcha atrás, aunque era como para salir corriendo.
El hombre de tez blanca, ojeras pronunciadas y manos flacas esperaba las preguntas. Y recordé entonces los consejos de una maestra. Ante un personaje imprevisto del que sabes poco o no tuviste tiempo para prepararte, debes cuestionar cosas básicas, no preguntes tonterías.
Ahí supe que Sergio Pitol de no haber sido escritor le hubiese gustado ser cantante de ópera, pero dijo: “la voz nunca se me dio”. La salud persiguió a su familia por años. El paludismo terminó por dejarlo huérfano y a él lo persiguió por años.
Este escenario lo llevó a aferrarse a los libros, encontró consuelo en las páginas de autores diversos como Julio Verne y Robert Louis Stevenson, mientras se criaba con su abuela en la ciudad de Córdoba, Veracruz. Muy cerca del ingenio El Potrero.
Caracas, Venezuela fue el primer sitio que pisó el escritor en el extranjero, en el cual escribió varios poemas mientras que en su país, un círculo de escritores producían y publicaban con frecuencia, como: Juan Vicente Melo, José de la Colina, Elena Poniatowska, Salvador Elizondo y Juan Campos.
A sus 25 años decide publicar sus escritos en espacios ofrecidos por el escritor Juan José Arreola, y se unió así a la generación de José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis.
En los años 60 inició una carrera diplomática que lo colocó como Embajador en Praga (1983-1988), y como agregado y consejero cultural en Belgrado, Varsovia, Roma, Pekín, París, Budapest, Moscú y Barcelona (1969-1972).
El autor se destacó de manera importante en otra de sus virtudes, la traducción de obras al español. Del 1969 a 1972 tradujo algunas obras en Barcelona para editoriales como Anagrama, Seix Barral y Tusquets, así como novelas de autores clásicos en lengua inglesa como Jane Austen, Joseph Conrad, Lewis Carroll y Henry James, entre otros.
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Más tarde, de aquellos encuentros y nuevos amigos que le dejó el trabajo diplomático surgió la “Trilogía de la memoria”, editada por Anagrama que incluye los ensayos y escritos como: “El arte de la fuga” (1996), “El viaje” (2001) y “El Mago de Viena” (2005).
La obra de Pitol es extensa pero es aquí donde se define de manera importante su aporte a la literatura. Historias y personajes de ficción en escenarios reales, sitios que le gustaba caminar y recorrer en su estancia.
Su pluma respondía a la imaginación colocada sobre realidad, en sitios donde gastaba la suela de los zapatos y observaba todo a detalle. Esa era su fórmula.
Al escudriñar en mis apuntes de aquél entonces Pitol describió su narrativa: “mis historias pueden ser ciertas y a la vez no serlo, donde todo puede ser delirante o puede estar prendido de un alfiler”.
Mientras los minutos transcurrían, confirmó que nació para contar historias sólo que por escrito, ya sean cómicas o dramáticas: “siempre hay una pluma y papel en mis mejores momentos de mi vida y en los más inesperados”.
El escritor poblano nos reveló sus secretos para la construcción de su obra literaria, “en ocasiones comienza con varios personajes que a veces son gente que conozco, pero que en ese momento los veo como personajes de un episodio; después, en el borrador se van mejorando hasta que desaparecen los rasgos de mis conocidos. Mi trabajo no es el retrato de personas”.
Mientras bebía por lapsos pequeños sorbos de café, caía la tarde y el autor de “Vida conyugal” y de “No hay tal lugar” mencionó que el género más extraordinario -a su juicio- de la literatura siempre fue la poesía.
Un género literario que te permite leer, pensar y recibir la música de la poesía. “Con la lírica se logran ver ciertos misterios de la existencia, los cuales permiten llegar a zonas a la que la prosa difícilmente podría llegar”, no obstante remarcó: “me siento muy a gusto y muy natural con mis relatos, en los cuales voy intrincando el pensamiento con la acción novelesca”.
En aquél encuentro, el escritor cargaba ya 70 años de vida encima, y se sentía satisfecho hasta ese momento con lo escrito, “mi trabajo está hecho, aunque como todo escritor tengo planes y proyectos que dejo y retomo una y otra vez, y que al final de cuentas se hacen realidad”.
Imposible no hablar de libros con quien los escribe, y para 2001 su percepción sobre los mexicanos y la lectura no ha cambiado mucho hasta la fecha, cada vez más distante.
“México se encuentra entre los países que menos leen, muy por debajo de los centroamericanos, a diferencia de los escandinavos que ocupan el primer lugar en el hábito de la lectura”, expresó decepcionado.
Pitol regresó a México en 1988, y lo que vio no le gustó. No sólo se percató que en materia de lectura estábamos en problemas, pero lo que más le preocupó fue que las librerías que él conocía y frecuentaba ya no estaban.
“Me di cuenta que las excelentes librerías francesas, italianas, alemanas y otras internacionales habían desaparecido del centro de la Ciudad de México”, fue una realidad que era difícil de creer para un lector apasionado.
El licenciado en derecho y filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), falleció el pasado 12 de abril a los 85 años de edad en la ciudad de Xalapa, se encontraba en la última etapa de la enfermedad conocida como afasia primaria progresiva.
Hoy amigos, familiares y autoridades pelean por sus derechos de autor y por su biblioteca, y nos olvidamos del verdadero regalo, sus historias y sus experiencias de viajes contadas con genialidad.
La entrevista había terminado. Me levanté de la mesa, tendí la mano en agradecimiento por los minutos concedidos, y después emprendí mi camino, que bien podía llamar “El arte de la fuga”, quería alejarme de aquél lugar, y con lo poquito que había conseguido hacer mi nota.
Gracias a Bravo Meza, quien lamentablemente murió de manera trágica al caer de un autobús en marcha, tuve la oportunidad de conocer y platicar con Sergio Pitol, no como hubiese querido, pero ese día tuve una lección profesional: siempre hay que estar preparado hasta para lo más imprevisto, no todos los días se entrevista a uno de los genios de la literatura mexicana del siglo XX.
Nos leemos hasta la próxima.
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