Sosiego
Si describiera lo que sentimos en letras, no podrían acoger en sus trazos lo que fuimos y lo que somos ahora: amor y nostalgia.
En ocasiones me gusta conversar con el viento y hablar del pasado que compartimos; cuando la conversación llega a su clímax nostálgico, ambos tarareamos aquella melodía, con un nudo en la garganta y la piel de gallina: tu melodía. Yo le digo siempre que tuve la dicha de sentir esas manos de guitarrista acariciando mis miedos y el viento se molesta soplando más fuerte y alejándome de mis recuerdos; la apatía entonces alcanza mis pasos y así sigo caminando.
Encontré ese parque que tanto frecuentábamos; la misma banca, la misma fuente y sólo el césped tenía un aspecto distinto: senil, gastado, cansado, tal como se sentían mis pies. Le pedí permiso y me senté a escucharlo; con trabajos pronunciaba palabras y decía que le habían arrancado demasiado; éramos tan semejantes. Al reconocerme me empujó y de un golpe me levanté, así que tuve que continuar oscilante.
Agotada, me recargué en un árbol, bajé la mirada para ver mis pies: no los reconocía. De pronto sentí una rama en mi cabeza y casi por inercia miré hacia arriba; era el árbol que me llamaba. Señalaba con su rama sus raíces y agitaba sus hojas creando viento y melodía al mismo tiempo. Estaba ensimismada en su color, en sus raíces y en su sonido; se me hacía tan conocido que no podía dejar de verlo; era una fiesta para el alma, casi un sueño.
De pronto dejó de sonar, de moverse y de reflejar su verde color en mis pies; había cesado la alegría en su tronco y sus raíces se habían secado. Se escuchó el crujir de sus ramas al señalar la lejanía, lo desconocido, lo nuevo. Entonces comprendí que eras tú, que era lo nuestro.
Estudiante de séptimo semestre en la Facultad de Derecho de la UNAM. Aficionada a los sentimientos y amante de los versos, cuya existencia es absurdamente humana e inmensamente elefante.