La voz que hace eco
Ese día habían anunciado en todos los medios de comunicación que los federales entrarían a la ciudad; esa radio, que no se apaga desde hace muchos días en casa, sintonizaba Radio Universidad, y a través de ella, los improvisados, pero valientes locutores, nos informaban de todo lo que pasaba, y al mismo tiempo organizaban: ¡necesitamos que compañeros refuercen la barricada de Viguera! ¡Compañeros: se necesita Coca, toallas sanitarias, vinagre, cubre bocas! ¡Compañeros: salgamos a defender la ciudad!
Ese día podía sentir la desesperación en las voces de los locutores, pero ellos, tan firmes como siempre, seguían con la trasmisión: ¡No nos dejen solos compañeros! ¡Necesitamos que refuercen las barricadas que están cerca de esta estación de radio, no los dejen pasar compañeros! ¡No pasarán, no pasarán, no los vamos a dejar! ¡Nosotros aquí resistiremos porque sabemos que no podemos permitir que se calle esta voz!
Miraba a mi alrededor, una extraña sensación de rabia, de desesperación, de sed de justicia; inundaba a los vecinos allí presentes que, atentos a la radio, se movían de un lado a otro cuando la locutora dijo que las tanquetas habían comenzado a avanzar en las principales entradas de la ciudad. Doña Guillermina rompió en llanto: ¡No es justo que nos hagan esto! ¡Ya basta, ya basta! ¡Si tenemos que morir, aquí vamos a morir! Entonces, Doña Guillermina, con ese rebozo que le caracteriza, tomó un garrote y salió de la casa. No estábamos tan lejos de la Universidad; varios vecinos ya se habían organizado para resguardar una barricada, pero nosotros nos habíamos quedado, no teníamos el valor de salir; pero en cuanto vimos que esa señora de casi 70 años salió dispuesta a defender esa tierra que la vio nacer, no dudamos ni un minuto en salir tras de ella.
Caminé al paso de doña Guillermina; la seguía mientras pensaba en lo rápido que aún podía caminar; y en ese instante, al llegar a la avenida principal, una escena me detuvo: una señora recargada en los barrotes que conformaban los límites de la Universidad, le hablaba a su hijo que se encontraba en el interior de ella. Su llanto desesperado apenas me permitió descifrar lo que decía; le pedía a su hijo que saliera de ahí; le rogaba, acariciándole la parte del rostro que podía alcanzar tras esos barrotes, que se fuera con ella, que los iban agarrar, que se fueran; el joven le respondió que no se podía ir, que ella fuera, que no se preocupara, que iban a estar bien. Y entonces, en medio de consignas, en medio de ese caos, conocí la inmensidad del amor de una madre; ella, dándose cuenta que su hijo no se retiraría, le respondió:
-Yo no me voy sin ti, ábreme la puerta, me quedó contigo entonces.
-No jefa, váyase, vamos a estar bien, estos cabrones no nos van a hacer nada.
-No mi vida, yo no me voy sin ti, ábreme la puerta, déjame quedar contigo, ábreme, yo no me voy sin ti.
Mis lágrimas comenzaban a rodar al presenciar tal escena; me hubiera quedado observando unos minutos más, si el ruido del avance de los policías no me hubiera obligado a buscar a los vecinos con los que salí de casa. Caminaba en medio de todas esas personas que llegaron a defender; no sólo había muchos jóvenes dispuestos a todo, sino decenas de adultos que también estaban ahí para combatir.
Mi caminar se volvía torpe; jamás pensé vivir esos momentos. Para mí eran cosas que se habían quedado atrás, que se habían quedado en la historia que narran los textos. Me detuve frente a esa multitud que se amotinaba frente a los policías formados; listos para avanzar un poco más. Desde ahí, los múltiples acontecimientos se dejaban observar; primero, mi vista se posó en una señora que les hablaba a los policías; les decía que todos somos hermanos, que todos somos hijos de Dios, que pensaran que iban a atacar a sus propios hermanos; les preguntaba que si ellos no tenían hijos, que se imaginaran que sus hijos estaban ahí, que su mamá o su esposa podían un día estar en la misma situación.
Todo esto para intentar hacer reflexionar a los policías; pero ellos ni si quiera se movían. Parecía que no escuchaban, permanecían inmunes ante varias mujeres que se tomaron de la mano y que hacían una valla humana para no dejarlos pasar. Entonces, otra mujer comenzó a tratar de romper el cerco que los policías formaban con sus escudos, y les decía a los reporteros que vieran las armas; que ahí estaban; que el gobierno había dicho que no iba a haber violencia, y que les mandaba matones. Tomen fotos, graben –decía-, mientras los reporteros se amotinaban para capturar con detalle lo que pasaba.
A lo lejos, más personas se las arreglaban para mover los restos de un auto quemado, para hacer otra barricada. Del otro lado, un poste era empujado por hombres y mujeres que pedían ayuda a las demás para moverlo más rápido y seguir poniendo obstáculos para que los policías no llegaran a la Universidad; a su vez, un médico daba un discurso a los medios de comunicación que llegaron a grabar la escena en la que un gran número de médicos llegaron para apoyar al movimiento.
El discurso era claro; el médico que estaba hablando, decía que ellos no tenían otras armas para defender a su gente, que sus conocimientos y sus instrumentos de trabajo. Puso énfasis en que no sólo eran maestros y estudiantes lo que estaban ahí, sino otros profesionistas que salían a la calle a defender, no sólo el lugar que les vio nacer, sino a luchar por los derechos de todo un pueblo.
Y allá, a los lejos, se veía a un profesor muy humilde que intentaba, desesperadamente, concientizar a esos hombres que, aunque uniformados, eran igual a él; parecían robots, pero no lo eran. Lo supe cuando noté el desagrado en sus caras por el calor infernal que se sentía, por el color negro de sus ojos, por el color moreno de su piel, por los rasgos indígenas a los que no podían escapar; sí, eran igual que el maestro, sólo que había una diferencia: ellos venían a atacar al pueblo, y el otro, estaba ahí para defenderlo; como cientos de personas que se encontraban en ese lugar.
Y en el preciso momento en que en la radio oficial se escuchaba al Secretario de Seguridad del Estado, afirmando que la policía no iba atacar a los civiles, que iban sólo a recuperar las instalaciones de la Universidad; fue entonces cuando vi que los policías frente a mí, en esa gran Avenida, comenzaron a avanzar.
Los primeros gases lacrimógenos caían desde el cielo, el sonido de un helicóptero se oía a los lejos; tenía miedo, tenía ganas de salir corriendo, y en ese momento, en ese instante en el que mi razón me decía que saliera de ahí, en ese segundo en el que iba a comenzar a avanzar, sucedió: ahí estaban unos 5 policías que detenían a un joven; los vi golpeándolo con su tolete, los vi arremetiendo contra él, una y otra vez; lo vi sangrar, lo vi caer, vi sus enormes botas golpear al joven tantas veces, hasta que la sangre salió por su boca y no pude más; sentía cómo mis mandíbulas hacían presión una con otra de la rabia, mis puños se cerraron muy fuerte y mis lágrimas rodaron llenas de dolor; tomé un gran pedazo de concreto que estaba al lado del camellón y lo arremetí contra el asfalto una y otra vez, como lo hacían los demás. Y cuando supe que era suficiente, tomé un trozo más pequeño y lo lancé. Ahora lo sabía, así es como uno descubre que se tiene que actuar.